Una mañana más me despierto temprano. Ya es de día y el cielo de Madrid, que pocas
veces me sorprende, resplandece de un azul luminoso que promete caricias de sol.
Aprovecho para desayunar antes de que mi pequeño pirata de dos años modifique el
ritmo tranquilo del apartamento. Es once de marzo y me digo que tengo que
felicitar a mi padre por su cumpleaños.
Mientras preparo unas rebanadas de pan con aceite, enciendo
el televisor de la cocina.
La primera imagen consigue impactarme y despejar mi somnolencia; es un chico con el ojo desfigurado.
La primera imagen consigue impactarme y despejar mi somnolencia; es un chico con el ojo desfigurado.
Dejo de lado las rebanadas de pan y pongo atención a la
noticia. Parece un accidente..., parece un accidente de tren..., parece un
accidente de tren en Atocha...
Atocha...
La primeras palabras llegan a mi cerebro a medias de
procesar; bombas, tren, Atocha.
Siento un vértigo en el estómago; sé que Luis, mi marido, ha cogido un tren en Atocha a esa hora. También sé que toma siempre la misma línea de tren
que acaba de estallar.
En las noticias se habla de muchos muertos. Con los nervios de punta, busco el teléfono e intento llamarle. Pero es inútil, están colapsados.
La impotencia se vuelve dolorosa. Sin comunicación telefónica es poco lo que puedo hacer, salvo tratar de mantener la calma. Tengo la esperanza de que él se encuentre bien y me llame. La incertidumbre comienza a provocar estragos: ¿Y si no llama? ¿Y si iba en uno de esos vagones? El número de muertos se incrementa drásticamente. Quiero apagar el televisor, pero no puedo. Pienso en lo que debo hacer si no suena el teléfono.
Al fin, una llamada.
Al fin, una llamada.
La casualidad quiso que ese día Luis acompañara a sus
padres a tomar otro tren que les llevaría a casa después de pasar unos días con
nosotros. Los tres tomaron esa línea en Atocha, pero veinte minutos antes de que todo ocurriera.
Cuando me llama, sus padres permanecen en el tren que les lleva de vuelta a casa. Se ha detenido a los
pocos minutos de partir, y lo están inspeccionando.
Son momentos muy tensos, pensando que más trenes puedan saltar por los aires.
Después llamo a mi madre. Escucho el sonido familiar de su voz y no puedo hablar. Me echo a llorar sin decir una palabra. Fue el peor momento para liberar mi tensión porque le di un susto de muerte.
Cuando logro controlarme, le pregunto si ha visto las
noticias. Me dice que no. Le explico lo que ha pasado, con una congoja como pocas veces he sentido en mi vida.
***
Después vino la psicosis. Volver a subirse a un tren se hizo doloroso y aterrador. No me preocupaba cuando viajaba sola, no sufría por mí,
pero cuando lo hacía con mi hijo no podía evitar volverme paranoica.
Recuerdo el silencio en el tren los días siguientes, las
miradas de desconfianza, de tristeza, de vacío. Tantas personas muertas; niños,
jóvenes, adultos...
Desde entonces, cada once de marzo siento ganas de
llorar al recordarlo.
Pero aquel día de tragedia, en medio de tanto horror, los
españoles demostramos nuestro lado más humano. Las muestras de solidaridad fueron tantas,
los hospitales de campaña se abastecieron de la sangre de personas
desinteresadas que querían colaborar, se repitieron actuaciones heroicas, individuos anónimos arriesgaron sus vidas
entrando a los trenes para rescatar a las víctimas cuando aún no se sabía si
explotaría alguna bomba más.
Somos mejores de lo que creemos, a pesar de que la clase política nos tiente de forma subliminal a enfrentarnos bajo banderas de rancios ideales que solo les importan a ellos, porque ellos fueron los únicos
que se portaron como verdaderas alimañas, utilizando el dolor y la tragedia
para vilipendiarse los unos a los otros.
Atocha se convirtió en un santuario. Era difícil transitar por allí sin que se te encogiera el corazón. Tantas velas, recordatorios, fotografías, cartas...
Nunca olvidaré aquel jueves de marzo.
Un día para no olvidar. Un horror. Muy bien, Mayte.
ResponderEliminarCierto, Manuel, no debemos permitir que se olvide, aunque sea tan triste.
EliminarUna de las cosas que me impresionaron días después se refiere a las personas conocidas, directa o indirectamente, que viajaban en el tren o estuvieron a punto de hacerlo.
ResponderEliminarSí, Julio, o los que viajaban en esos trenes pero en vagones que no explotaron.
EliminarUna descripción escalofriantemente magnífica. De impacto; de lo que en realidad fue aquel día de horror.
ResponderEliminarAsí fue para muchos, José Luis, y algunos no tuvieron tanta suerte.
EliminarEsta puede ser la historia de alguno de los protagonistas de aquella mañana que no debería de haber ocurrido nunca. Mantengamos viva la memoria que tan a menudo es frágil.
ResponderEliminarSí, Bea, aunque el tiempo siempre difumina los recuerdos, sobre todo si no te afecta directamente. Pero este día debemos pararnos a pensar en toda la gente que se quedó en esos trenes, como un homenaje íntimo y personal.
EliminarFue algo horrible. No sé cómo hay gente capaz de semejante acciones...
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo, Heberto. Un saludo.
ResponderEliminarEl 11 de marzo es uno de esos días en el que todos los españoles recordaremos siempre lo que estábamos haciendo cuando oímos la noticia. Las grandes tragedias unen a los seres humanos y les hacen sacar lo mejor de sí. El dolor, como el amor, también nos une mucho a todos. Me ha encantado tu manera de expresar el tuyo.
ResponderEliminarEs cierto, Carmen, en situaciones como esta es donde de verdad se ve la naturaleza de las personas, y lo sensibles que somos al sufrimiento ajeno. Un abrazo.
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